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Una excomunión inválida, un cisma inexistente (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4

Hemos querido recordar estos precedentes también para llamar la atención sobre el hecho de que el P. Murray no llega en sustancia a conclusiones diferentes a las del profesor Kaschewski. Al contrario, se puede decir que él las aplica al caso concreto. Y ¿qué demuestra? En nuestra opinión, que el tenor de las normas del C. I. C. es muy claro, al punto de haber permitido de hecho la constitución de una verdadera opinio prudentium (de "jurisconsultos" independientes entre sí, aún de diferentes niveles científicos), opinión que concuerda en la misma dirección: en el caso en cuestión, según el derecho estricto, no se podía declarar la excomunión, y no se podía tampoco considerar el acto censurado como cismático.

Los términos jurídicos de la cuestión

3. 1. La excomunión.

Consideremos ahora los términos estrictamente jurídicos de la cuestión, con el fin de que los lectores (la mayoría no especialistas), puedan tener ante sus ojos un cuadro lo más claro posible.

Monseñor Lefebvre fue condenado por haber consagrado cuatro obispos sin mandato del Papa.

Sigamos la exposición del profesor Kaschewski:

"1. La consagración episcopal ocupa el lugar más elevado en la jerarquía de consagraciones: para cardenal o para Papa, de hecho, no se da consagración. El Obispo goza de dos poderes: 1) el poder de orden [por el cual puede consagrar Obispos [y ordenar] sacerdotes; 2) el poder de jurisdicción, que no puede ejercer si no está en posesión de una diócesis. El poder episcopal es un poder de derecho divino que confiere al obispo una autoridad propia y le asegura una autonomía jurídicoconstitucional que el mismo Papa no puede suprimir o modificar"[48].

Esta autonomía de la cual goza el Obispo, depende de la naturaleza de su poder que emana directamente de Nuestro Señor, porque los obispos son los sucesores de los apóstoles, y por consiguiente gozan de ese poder que ha sido conferido a ellos por Cristo en persona y no por uno entre los demás. Aquel que, entre los Doce, ya ha sido investido por Nuestro Señor con la autoridad indiscutida de jefe (San Pedro), no fue, de hecho, la fuente del poder de los otros apóstoles, poder idéntico al de Pedro: poder de enseñar la recta doctrina, de absolver los pecados, de celebrar la Santa Misa, de consagrar obispos y [ordenar] sacerdotes.

La autonomía del poder episcopal no significa, sin embargo, independencia. La sumisión de los obispos a la autoridad del Papa era afirmada de forma muy clara en el C. I. C. de 1917 en el canon 321 §1: "Los obispos son los sucesores de los apóstoles y, por institución divina, están a la cabeza de las iglesias locales, a las que gobiernan con poder ordinario bajo la autoridad del Pontífice romano"[49].

En el nuevo C. D. C., a consecuencia de las instancias democráticas que el Vaticano II ha querido afirmar impropiamente en la Iglesia, el principio de la sumisión al Papa, aún estando presente, es declarado en forma menos clara, por no decir ambigua (por ejemplo en el canon 375 §2). Sin embargo, manteniendo la práctica (a partir de Gregorio VII), el C. D. C. de 1983 afirma así mismo que está prohibido consagrar un obispo sin mandato previo del Papa. Y, en efecto, el texto del profesor Kaschewski prosigue así: "2. No está permitido a nadie consagrar a un obispo sin mandato pontificio (cn. 1013 C. D. C. de 1917). Aquél que contravenga este canon incurre en excomunión «latæ sententiæ» «ipso facto», es decir, en el momento mismo del delito y no es necesario que la pena sea aplicada por decreto. Para la consagración ilegal de obispos, el antiguo código amenazaba únicamente con suspensión («ipso iure suspensi sunt, donec Sedes Apostolica eos dispensaverit», cn. 2370, C. I. C. de 1917). Es sólo después de los trágicos eventos vividos por la Iglesia en la República comunista china [obispos de la «iglesia patriótica» china nombrados por los gobiernos comunistas], que por decreto del Santo Oficio del 9 de agosto de 1951, fue introducida la pena de excomunión (ipso facto) reservada a la Santa Sede «de manera especialísima»"[50].

El nuevo código no nos da la definición de excomunión, la cual debe ser sacada del C. I. C. de Pío X Benedicto XVI (canon 2257 y sgtes). Consiste en la "exclusión" (exterior) de la "comunión de los fieles". Pertenece al tipo de penas llamadas "censuras" (censuræ) que son: la excomunión, el entredicho y la suspensión (canon 2255 §1 del C. I. C. de 1917). Las censuras son penas "medicinales" porque deben constituir como un remedio para el desobediente con el fin de que se convenza de su error y haga una enmienda honorable. En el momento en que el culpable o "contumaz" enmienda su desobediencia, la pena debe serle levantada[51]Las penas medicinales se distinguen de las "vindicativas" ("expiatorias" en el nuevo C. D. C.) ya que éstas, al contrario, tienen como objetivo esencial, no la corrección del culpable, sino el restablecimiento del orden jurídico violado[52]La excomunión, aunque es grave en sus efectos (entre otros, la prohibición tanto de administrar como de recibir sacramentos), es una sanción de tipo administrativo que puede ser perdonada por la misma autoridad que la aplicó. Así mismo, "la excomunión de la que se es excluido no es la comunión interna, inherente al alma y que abarca los bienes de la vida teologal – tales como la gracia y las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, de naturaleza invisible -, sino la de los bienes externos, visibles, confiados a la Iglesia y ordenados a producir bienes espirituales internos u otros externos que están inseparablemente unidos a los bienes internos (sacramentos, sacrificio, poder eclesiástico, etc.). La comunión radical u ontológica que nos hace miembros [por el bautismo] del Cuerpo Místico de Cristo no es cuestionada por la excomunión"[53].

3. 2. La excomunión injusta.

Entre los judíos existía una especie de excomunión (y existe siempre[54]y San Juan nos dice que los jefes judíos que eran favorables a Jesús no se atrevían a declarar que Él era el Mesías prometido, por temor de ser expulsados de la sinagoga, es decir, formalmente excluidos – por decreto de la autoridad – de la comunidad de los creyentes[55]

Existe, pues, la posibilidad de que la excomunión sea infligida injustamente. Las "excomuniones" que los fariseos incrédulos y perseguidores amenazaban imponer a los discípulos de Nuestro Señor (o se aprestaban a hacerlo), son un ejemplo de excomunión injusta: "Se os echará de las sinagogas. Y viene la hora en que aquellos que os maten pensarán rendir homenaje a Dios. Y os traicionarán así, porque no han conocido ni al Padre ni a Mí" (Jn. XVI, 2).

Otro ejemplo famoso es la excomunión impuesta a Savonarola por Alejandro VI[56]

  • 2. 3. Excomunión "latæ sententiæ y ferendæ sententiæ".

La pena puede ser latæ sententiæ o ferendæ sententiæ. Son dos categorías muy generales del derecho penal de la Iglesia, que se aplican también en caso de excomunión. Una pena canónica se dice "latæ sententiæ" cuando "se incurre en esta pena por el hecho mismo de haber cometido un delito"[57]. Lo que significa que la pena es inherente – por así decir – al hecho delictivo, sin que se deba esperar a que un juez o un superior la imponga por sentencia o decreto. Es por ello que se acostumbra decir que la excomunión "latæ sententiæ" se aplica automáticamente. La aplicación de la pena tiene por lo tanto un valor solamente declarativo, porque el decreto o la sentencia que la contienen se limitan a declarar su existencia. Tan cierto es esto, que los efectos jurídicos de esta declaración se producen ex tunc, es decir, a partir del momento en que el hecho delictivo fue cometido (C. I. c. de 1917, can. 2232 2), y no a partir de la sentencia o decreto.

La pena ferendæ sententiæ es, por el contrario, la que "debe ser impuesta por el juez o el superior"[58]. Y esto ocurre normalmente después de un juicio. En este caso, la sentencia o el decreto son constitutivos de la pena: no se limitan a declarar la existencia de una pena que ya es inherente a un cierto comportamiento, sino que se da existencia a esa pena, la constituyen al final de un juicio que podría, de hecho, concluir también con una absolución. Por lo tanto, los efectos jurídicos de la pena ferendæ sententiæ se producen ex nunc, es decir, a partir del momento de la sentencia o del decreto, y no desde la comisión del hecho culpable imputado. No hay ninguna retroactividad. Contrariamente al caso de la pena latæ sententiæ, en la ferendæ sententiæ no puede haber pena sin juicio y sin la sentencia o el decreto consiguientes. La diferencia no es sutil. Y tan cierto es, que el Código PíoBenedictino especifica que "la pena debe siempre entenderse ferendæ sententiæ" a menos que se afirme expresamente que ella debe entenderse latæ sententiæ, o también ipso facto o ipso iure u otras expresiones similares o equivalentes[59]

3. 4. Imputabilidad y penas "latæ sententiæ".

Todo derecho penal evolucionado toma en consideración el elemento subjetivo del culpable y, de hecho, una condición determinante de la imputabilidad del sujeto agente. Para que este último pueda ser considerado punible, no basta que haya cometido el acto criminal, sino que es necesario que le sea imputable, es decir, que el acto ejecutado contra la ley pueda serle atribuido como acto de un sujeto capaz de comprender y querer, y por ende, sostenido por una voluntad orientada libremente hacia un fin determinado. Para que haya plena imputabilidad penal es necesario que el sujeto haya obrado con "animus lædendi", o también, como decían los juristas romanos, dolo malo. El canon 1231 §2, precisa, en efecto: "Está obligado a la pena establecida por ley o precepto aquel que deliberadamente ha violado esa ley o precepto…"

Una forma atenuada de imputabilidad es, en cambio, la que concierne no al dolo sino a la culpa, entendida no en sentido moral sino técnicojurídico, como disposición del sujeto (llamada "imprudencia") que no muestra animus lædendi pero sí una simple "omisión de la diligencia debida" (canon 1321 y 1322 del C. d. C. de 1983). En el caso de violación "culpable" de normas, el carácter punible puede faltar (can. cit.)[60].

En el Derecho de la Santa Iglesia, el elemento subjetivo (la voluntad, la intención del sujeto agente) ha gozado siempre de una peculiar importancia en el derecho de la Santa Iglesia. Esto depende del carácter propio de la concepción religiosa y moral que la Iglesia ha realizado, defendido y desarrollado por medio de su sistema jurídico.

Para que el sujeto sea punible debe, por consiguiente, ser responsable. El canon 1321 §1 determina: "Nadie es castigado, a menos que la violación externa de una ley o precepto, por él cometida, le sea gravemente imputable por dolo o por culpa"[61].

La plena imputabilidad del delito [y por tanto, de la imponibilidad de la pena] vale, pues, para el que ha violado la ley deliberadamente con plena consciencia e intención. Por este motivo, el C. I. C. exige que, en el caso de penas latæ sententiæ, tratándose de penas que – como hemos visto – se aplican sin juicio, haya siempre: 1) dolo, y 2) plena imputabilidad.

La primera condición es requerida por el canon 1318 del C. D. C. de 1983, el cual determina: "El legislador no conminará con penas latae sententiae, salvo eventualmente para algunos delitos dolosos especiales que, o bien puedan causar un escándalo más grave, o bien no puedan castigarse eficazmente con penas ferendae sententiae; en cambio, no establecerá censuras, especialmente la excomunión, si no es con máxima moderación y sólo para los delitos más graves"[62]. La invitación del Código a la prudencia y a la circunspección en tan delicada materia, se concreta en el enunciado de tres condiciones necesarias para la imputación [aplicación] de penas latæ sententiæ: a) el delito debe ser doloso, es decir, que debe haber en él claramente el dolo de parte de su autor: los delitos culposo son, en consecuencia, excluidos a priori de ese tipo de pena; b) el delito debe ser tal que provoque grave escándalo entre los fieles; c) el delito no debe ser punible mediante penas ferendæ sententiæ[63]

En el marco de nuestra exposición, lo que nos interesa es que el C. I. C. hay querido poner el acento sobre la presencia del dolo como condición requerida ineludible para la imputación de una pena latæ sententiæ. Pero se puede demostrar el dolo solamente si el sujeto es plenamente imputable, porque es únicamente a un sujeto plenamente imputable que se le puede atribuir la falta moral de haber querido violar deliberadamente la ley. Entonces, si la plena imputabilidad no aparece, la pena latæ sententiæ – incluida la excomunión – no puede ser aplicada.

La necesidad de la plena imputabilidad del culpable vale naturalmente para todo tipo de delito doloso, y se puede considerar como un verdadero principio general de toda organización penal evolucionada. Es tanto más válido para las penas latæ sententiæ, dado su carácter excepcional. Y, en efecto, el canon 1324, que establece diez casos de circunstancias atenuantes de la imputabilidad, precisa en el punto 3 que en todos esos casos "el culpable no está sometido a la pena latæ sententiæ"[64].

3. 5. Las circunstancias atenuantes y exceptuantes.

Las circunstancias atenuantes no eliminan la imputabilidad pero la reducen,
impidiendo que pueda ser considerada como plena. A consecuencia de lo cual se
tiene una mitigación de la pena ya establecida o su substitución
por otras sanciones, por ejemplo penitencias (que no son técnicamente
penas, pero las substituyen o las aumentan: cánones 1312 y 1313). El
canon 1324 §1 determina: "El infractor no queda eximido de la pena,
pero se debe atenuar la pena establecida en la ley o en el precepto, o en su
lugar emplear una penitencia, cuando el delito ha sido cometido: 1.° por
quien tenía solamente uso imperfecto de razón
…"[sigue
la lista de las otras nueve circunstancias atenuantes][65].

Entre esas circunstancias, nos interesan particularmente dos: la nº 5 y la nº 8. En la primera se considera el caso de alguien que fue obligado "por miedo grave, aunque lo fuera sólo relativamente, o por necesidad o por evitar un grave perjuicio, si el delito es intrínsecamente malo o redunda en daño de las almas"[66]. ¿Cuál es el sentido de esta norma? Que aquel que cometió una "acción intrínsecamente mala" o que "redunda en daño de las almas", no de manera deliberada sino únicamente obligado, o por un grave temor o por una dificultad grave, tiene el derecho que esas circunstancias, atenuantes de su responsabilidad, sean tomadas en consideración. Y esto conduce a que la pena no pueda ser prescrita en su plenitud o, directamente, que sea reemplazada por otro tipo de sanción, como por ejemplo la penitencia.

Pero ¿por qué las circunstancias atenuantes del nº 5 del canon cuya cuestión examinamos no hacen desaparecer totalmente la responsabilidad? Porque la acción a la cual uno se sintió coaccionado era "intrínsecamente mala" o bien era "perjudicial para las almas". Dada esta naturaleza del acto, es necesario que se mantenga una forma de sanción en vista al bien común. Sin embargo, entre las penas que no pueden ser mantenidas, está la excomunión.

En el nº 8 del canon sobre las circunstancias atenuantes, se considera en cambio el caso del que "por error, pero por su culpa, juzgó que existía alguna de las circunstancias de las que se trata en el can. 1323, nn. 4 ó 5"[67]. Este último canon establece las siete circunstancias que, dispensando al agente de toda imputabilidad, hacen imposible la aplicación de la pena. Las circunstancias dispensantes mencionadas son aquellas en las cuales se ha violado la ley por temor grave, incluso relativo, necesidad o grave obstáculo "mientras que el acto ejecutado no sea intrínsecamente malo o perjudicial para las almas", o hubiera sido realizado en estado de legítima defensa[68]Por lo tanto, en lo que concierne al estado de necesidad (categoría cuya análisis más nos interesa), cuando la violación de la norma sobreviene del hecho de una acción intrínsecamente mala o perjudicial para la salvación de las almas, se tiene una circunstancia sólo atenuante, sin embargo suficiente para excluir la aplicación de la excomunión, que debe ser reemplazada por otra pena o por una penitencia. Si en cambio, la violación ocurrió por un acto no intrínsecamente malo ni dañoso para las almas, entonces directamente la imputabilidad no subsiste y no se puede infligir pena ni otra forma de sanción. No obstante, si el sujeto – por error culpable (per errorem, ex sua tamen culpa) – ha estimado encontrarse en las condiciones contempladas en los nº 4 y 5 del canon 1323 citado, es decir, estar obligado a obrar en estado de necesidad (o por temor u obstáculo grave, o legítima defensa), sin que su acto haya constituido algo malo en sí o dañoso para la salvación de las almas, entonces en ese caso se tiene derecho a las circunstancias atenuantes. Lo que significa que, incluso en los casos en que se merece la excomunión, ésta no puede ser declarada porque debe ser reemplazada por otra pena o por una penitencia. Acto seguido hay que recordar que cuando el error de evaluación del que acabamos de hablar tiene lugar sin culpa por parte del sujeto agente, entonces, en lugar de circunstancias atenuantes, el sujeto referido tiene derecho a las circunstancias exceptuantes (canon 1323 nº 7).

3. 6. Estado de necesidad: sentido objetivo y subjetivo.

De todo cuanto hemos visto resulta indudable que para el C. d. C. en vigor, las circunstancias atenuantes y eximentes tienen un valor no sólo objetivo sino también subjetivo. ¿Qué significa esto? Que se les debe hacer valer aún cuando la situación de fuerza mayor (estado de necesidad, temor grave, etc…) exista únicamente en el espíritu del sujeto agente; aunque sea el fruto de un error de evaluación de su parte – error que puede ser aún por su falta -, es decir, debido a una ignorancia culpable que impulsa al sujeto a un "juicio falso con relación a un motivo"[69].

Retomemos el texto del profesor Kaschewski: "Aún cuando se quiera poner en duda la situación de peligro [«estado de necesidad»] tal como se describe [su definición jurídica y el análisis de la espantosa situación de la Iglesia actual (n.d.l.r.)] conviene comprobar lo siguiente: «Nadie puede negar que un obispo que, en las circunstancias señaladas más arriba, consagra a otro, esté al menos subjetivamente convencido de que se trata de un estado de necesidad ruinoso para las almas. De ello se desprende que no se puede hablar de una violación premeditada de la ley. En efecto, el que contrariando la ley cree, aún con error, en el bien en que se funda su acción, no obra de forma premeditada contra la ley [el nuevo C. D. C. es muy claro sobre este punto, como se ha visto]. Además, el que quiera suponer que el estado de necesidad no existe más que en el capricho y en la imaginación del obispo consagrante, ¡difícilmente pueda objetarle que esa concepción, supuestamente errónea, sea punible!.

Pero aún si alguien quisiera decirle que él había interpretado en realidad inexactamente el estado de necesidad, de una forma punible, se concluiría que: 1) la excomunión no podría ser impuesta como prevista en el canon 1382 [para la consagración sin mandato (n.d.l.r.)]; 2) una pena eventualmente infligida por un juez debería en todo caso ser más clemente que la prevista por la ley, de manera que tampoco aquí es admisible la excomunión"[70].

Así que ¿cómo se puede negar que en el caso de consagraciones impuestas por la necesidad, "un obispo esté convencido, al menos subjetivamente, de que se trata de un estado de necesidad ruinoso para las almas"?. El nuevo C. D. C. protege esta convicción a tal punto que establece una verdadera presunción de buena fe, dado que la protege aún cuando sea errónea, es decir, también cuando fuera consecuencia de un error de evaluación atribuible al sujeto agente y no a las circunstancias. Es evidente que las normas en vigencia hacen prácticamente imposible la aplicación de la excomunión "latæ sententiæ" a la consagración sin mandato, y que, por lo tanto, una excomunión declarada con menosprecio de esas normas (cánones 1323 y 1324) debe ser considerada totalmente inválida, y, en consecuencia, con la nulidad intrínseca de todos los efectos que el Derecho canónico les atribuye.

¿Cómo la santa Sede pudo cometer un error de este género en el caso de Monseñor Lefebvre? ¿Hizo tal vez, violando el principio de internis non iudicat Ecclesiæ, un proceso de intenciones a Monseñor Lefebvre, que sólo Dios puede hacer?

En realidad, en el famoso Comunicado aparecido en L"Osservatore Romano del 30.6.1988 – 1.7.1988, "con relación a los rumores que circulan en los ambientes de Monseñor Lefebvre, referidos a la excomunión latæ sententiæ prevista en el canon 1382", o sea, en relación a la opinión – muy arraigada en ese medio – de que una excomunión debería ser considerada totalmente inválida, parece que hubiera, en ese comunicado anónimo, tal proceso de intención, porque en él se acusa a Monseñor Lefebvre, y no de manera velada, de mala fe. Allí se dice, en efecto, que en la circunstancia "no se puede aplicar el canon 1323" que considera, como se sabe, el estado de "necesidad" como condición eximente de imputabilidad de cisma, por la simple razón de que "también la pretendida «necesidad» ha sido creada adrede por Monseñor Lefebvre para conservar una actitud de división en la iglesia católica"[71]. ¿Se puede ser más claro? Y ése que "crea adrede" una situación de estado de necesidad para mantenerse en una "actitud de división para con la Iglesia católica", ¿cómo hay que decir que ha obrado: de buena o mala fe?

Es como si se dijera: ¡Monseñor Lefebvre = nuevo Focio! ¡La mala fe supuesta de Monseñor Lefebvre, impidiendo la aplicación del canon 1323, justificaría por consiguiente la excomunión! Seguidamente hay que notar que el Comunicado en cuestión no menciona para nada el canon 1324, que establece las famosas circunstancias atenuantes aún en presencia de error imputable al sujeto agente. Lo que hemos llamado importancia subjetiva del estado de necesidad, concebido por el nuevo C. D. C. para excluir todo proceso de intenciones, se pasa aquí completamente en silencio.

Ciertamente, no podemos creer que las autoridades vaticanas no conozcan el Derecho Canónico. El silencio sobre el canon 1324 tiene, según nosotros, una razón determinada. En efecto, ¿cómo se puede demostrar la mala fe supuesta de un obispo que creería por error encontrarse en estado de necesidad y obrara en consecuencia? Es una demostración – lo repetimos – que puede resultar únicamente de un proceso de intenciones. Y sin embargo, la alusión a la mala fe ("pretendida necesidad creada adrede") es completamente clara en el Comunicado. Se sigue de ello que se intentará hacer aparecer la mala fe a partir de la voluntad cismática atribuida (injustamente) a Monseñor Lefebvre. Las consagraciones de Ecône – continúa el Comunicado – "realizadas expresamente contra la voluntad del Papa" se pueden considerar directamente como "un acto formalmente cismático según el canon 751, habiendo [Monseñor Lefebvre] rehusado abiertamente su sumisión al soberano Pontífice y la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos"[72]. La voluntad cismática de Monseñor Lefebvre sería entonces la prueba de la mala fe para invocar el estado de necesidad. Esta tesis contiene en sustancia el dispositivo de la declaración de condena emitida contra el obispo francés. El punto central del fundamento de la acusación está dado, pues, por el concepto de cisma.

Antes de analizar el cisma desde el punto de vista jurídico (lo que será nuestro próximo peldaño en la exposición de los términos jurídicos de la cuestión), queremos entre tanto, destacar cómo la ausencia de mención del canon 1324 citado más arriba, ya transformada en una verdadera constante, llegó al punto de haber provocado hasta una descripción deformada de una institución del nuevo Derecho canónico, que equivale a la exclusión de toda circunstancia atenuante posible por parte de la jurisprudencia de la Iglesia "conciliar" en su voluntad de perseguir a Monseñor Lefebvre y a aquellos que con su luminoso ejemplo y el de Monseñor de Castro Mayer, se han mantenido y se mantienen fieles al dogma.

Nos referimos al dictamen que contiene la ya citada Determinación del Consejo Pontificio para la interpretación de los textos legislativos, con relación a la validez de la excomunión declarada en su momento (ver la nota 37 del presente estudio). En esta declaración se expresa, contra la "tesis Murray": "De todos modos no se puede razonablemente dudar de la validez de la excomunión de los obispos declarada por el Motu proprio y por el decreto. En particular, la posibilidad de encontrar circunstancias atenuantes o dirimentes sobre la imputabilidad del delito (cánones 13231324) no parece admisible. En lo que se refiere al estado de necesidad en que se encontraría Monseñor Lefebvre, es necesario recordar que tal estado debe existir objetivamente [sic] y que la necesidad de consagrar obispos contra la voluntad del Romano Pontífice, jefe del colegio de obispos, nunca ocurre"[73].

Esta declaración proporciona claramente una imagen inexacta de lo que está establecido en el C. D. C. En efecto, ella afirma que para ese Código, el estado de necesidad "debe existir objetivamente", mientras que, según el nuevo Código el estado de necesidad, como se ha visto, puede existir también subjetivamente. Se da así, una descripción deformada de las normas en vigencia, como si el nuevo Código considerara el estado de necesidad solamente en su valor objetivo (como para el Código PíoBenedictino). Se omiten así esas circunstancias atenuantes, gracias a cuyo legítimo recurso – si la Santa Sede lo hubiese querido – se habría podido impedir la aplicación de una excomunión no sólo injusta, sino aún inválida.

3. 7. Cisma o consagración sin mandato.

Todo lo escrito por el prof. Kaschewski, de lo que informamos en los ptos. 3. 1 y 3. 6 – y se trata de doctrina clara, consolidada e inatacable con relación a la norma vigente – hace ver cómo la consagración sin mandato pontificio y el cisma son dos figuras delictivas completamente independientes que, en cuanto tales, no se implican una a la otra. Están reguladas en dos diferentes cánones del Código (canon 1382 para la consagración ilegítima, y canon 1364, inciso 1, para el cisma), aunque la pena prevista es la misma: la excomunión "latæ sententiæ" (antes de 1951 la ordenación sin mandato era penada con la sola suspensión "a divinis": canon 2370 C.I.C. de 1917).

Sin embargo, los documentos que ilustran o declaran la condena de Monseñor Lefebvre contienen todos la acusación de cisma, y de cisma en sentido formal, comenzando con el ya citado comunicado anónimo de "L"Osservatore Romano" del 30.06.1988/ 01.07.1988, publicado dos días antes que los documentos oficiales de la Santa Sede. En éste se afirma, como se ha visto, que, puesto que a ningún Obispo está permitido consagrar a otro Obispo "si antes no consta el mandato Pontificio" (ex canon 1013), las consagraciones episcopales bien analizadas, ocurridas "no obstante la amonestación del 17 de junio, han sido cumplidas expresamente contra el deseo del Papa con un acto formalmente cismático acerca de la norma del canon 751, habiendo él (Monseñor Lefebvre) abirtamente refutado la sumisión al Sumo Pontífice y la comunión con los miembros de la Iglesia a él sujetos". En consecuencia de los cual – se dice – "no se puede ni siquiera aplicar el canon 1323, no habiéndose verificado en el caso ninguna acción prevista en éste, desde el momento que también la pretendida «necesidad» ha sido creada a propósito por Monseñor Lefebvre para mantener una postura de división en la Iglesia católica, no obstante los ofrecimientos de comunidad y las concesiones hechas por el Santo Padre Juan Pablo II"[74].

La declaración oficial de la excomunión por parte del Card. Gantin (1º de julio de 1988) afirma igualmente que Monseñor Lefebvre "ha realizado por su naturaleza un acto cismático mediante la consagración episcopal de cuatro sacerdotes sin mandato pontificio y contra la voluntad del Sumo Pontífice"[75]. También el motu proprio del Papa, Ecclesia Dei Adflicta, del 2 de julio siguiente, condena las consagraciones de Ecône como "acto cismático", proveyendo posteriores explicaciones, o sea, las motivaciones de la medida desde el punto de vista teológico además del canónico, sobre la pauta de lo que se afirmaba en el Comunicado: "En sí mismo este acto ha sido una desobediencia en confrontación con el Sumo Pontífice Romano en una materia muy grave y de importancia capital para la unidad de la Iglesia, dado que se trata de la ordenación de Obispos, mediante la cual se realiza sacramentalmente la sucesión apostólica. Por ello, dicha desobediencia, constituyendo en sí misma un verdadero rechazo del Primado Romano (vera repudiatio Primatus Romani), constituye un acto cismático (siguen citas en nota al can. 751 C.I.C. que define el cisma). Al poner por hecho tal acto a pesar de la amonestación formal que les hizo el Cardenal prefecto de la Congregación de Obispos el 17 de junio anterior a las consagraciones, Monseñor Lefebvre y lo sacerdotes [omissis] incurren en la muy grave pena de la excomunión prevista en la disciplina eclesiástica [sigue en nota la cita al canon 1382 que, como sabemos, prevé la excomunión lataæ sententiæ para las consagraciones sin mandato][76].

Únicamente el comunicado anónimo de L"Osservatore Romano habla expresamente de acto "formalmente" cismático (no se trata entonces de cisma "virtual"). Como ya se ha dicho, este comunicado suministra la motivación canónica de la condena que aparecería en el mismo periódico dos días después, el 30 de julio, con la publicación simultánea del Decreto y del Motu Proprio citados. Esto es entonces de extrema importancia. Hace notorio el motivo por el cual la autoridad vaticana no se ha detenido en aplicar las precisiones previstas en el canon 1323 del C. D. C.: porque Monseñor Lefebvre había dado vida a un verdadero y propio cisma, en sentido formal. Y cuando nos encontramos frente a un cisma en sentido formal, es decir, que se manifiesta con la voluntad declarada de él, creando una "Iglesia" paralela, evidentemente no es posible invocar alguna circunstancia dirimente de la imputabilidad.

Este modo de ver las cosas, abiertamente declarado por la S. Sede, esta imputación de cisma en sentido formal no ha sido enteramente renegada por el decreto y por el "motu propio", no obstante que estos usan el adjetivo "cismático" sin el adverbio "formalmente".

Además de desobediencia, Monseñor Lefebvre ha sido por consiguiente imputado de cisma en sentido formal. La una como el otro hacen incurrir al sujeto agente en la excomunión ipso iure. ¿Debemos en tal caso pensar que él estuviera incurso en dos excomuniones a la vez? Los "delitos" imputados son dos. ¿Han sido dos actos, uno concerniente a la desobediencia y el otro al cisma?

"No basta la consagración de un obispo para crear el cisma – afirma el decano de la Facultad de Derecho Canónico del Instituto Católico de París – aún si se trata de una violación grave de la disciplina de la Iglesia: lo que hace nacer el cisma es el sucesivo conferimiento a ese obispo de una misión apostólica. De hecho, esta usurpación de los poderes del Sumo Pontífice prueba que se desea constituir una Iglesia paralela"[77]. En el mismo tono, el canonista prof. Neri Capponi, de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Florencia, dice que: para consumar un cisma, Monseñor Lefebvre "habría debido constituir su propia jerarquía"[78]. La doctrina teológica y canonista es concordante en pensar que los requisitos esenciales para un cisma en sentido propio o formal consisten: 1. en la negación expresa del primado pontificio; 2. en la negación de la comunión de los miembros de la Iglesia sometidos al Papa; 3. en el conferimiento del poder de jurisdicción[79]

Los dos primeros requisitos no deben necesariamente concurrir, uno sólo basta. Y si no están explícitamente confirmados solos o conjuntamente, es suficiente para crear el cisma el acto de conferir el poder de jurisdicción. Este acto, implicando el establecimiento de una jurisdicción eclesiástica sobre un territorio determinado, hace nacer una jerarquía propia, creada con aquel acto y por lo tanto distinta a la de la S. Iglesia y paralela a Ella. Aquí se tiene rompimiento formal de la unidad. Con este acto se confiere al Obispo elegido la llamada "misión apostólica" o "canónica". Este es el acto típico del cisma: él manifiesta por sí mismo la negación del primado pontificio y el rechazo de comunión. El solo acto de desobediencia (una consagración sin mandato) no crea por sí mismo el cisma: no toda desobediencia es cismática, sino sólo aquella que manifieste una voluntad en tal sentido.

En el caso de las consagraciones de Ecône, como todos lo saben, no ha habido sin embargo, ningún acto de éste género: al acto (por la fuerza de las cosas) desobediente de la consagración no ha seguido ningún acto con el cual haya sido conferida cualquier "misión apostólica".

El acto imputado a Monseñor Lefebvre ha sido en términos de ley, uno sólo: las ordenaciones de Ecône. La excomunión es, por lo tanto, una sola. Pero el hecho de que un único acto haya recibido dos imputaciones delictivas, diversas entre sí (desobediencia y cisma formal) demuestra que la Primera Sede ha querido establecer una relación intrínseca entre la consagración sin mandato y el cisma. Para ser válida desde el punto de vista del derecho canónico esta conexión de las dos diversas imputaciones (desobediencia y cisma) debe, por lo mismo, encontrar su fundamento en el único acto cumplido por Monseñor Lefebvre. Dicho de otra manera: en el mandato leído en la ceremonia del 30 de junio de 1988 se debe poder descubrir alguna declaración que justifique la acusación vaticana de haber sido ese un acto de "naturaleza cismática". Del texto mismo del mandato leído en Ecône debería resultar aquel"abierto rechazo" y aquella "vera repudiatio" de la sumisión al Papa y de la comunión con los miembros de la Iglesia imputados a Monseñor Lefebvre en el ya citado comunicado anónimo de L"Osservatore Romano y en el motu proprio papal.

3. 8. El mandato de Ecône

Consideremos ahora con la máxima atención este documento. La consagración de Ecône tuvo lugar sin el mandatum (autorización) del Papa previsto en el C. D. C. Y con todo, un mandato fue leído durante la ceremonia. ¿Con qué derecho? Con el derecho que surge del estado de necesidad, correctamente entendido:

"¿Tenéis mandato apostólico? – Lo tenemos. – Que sea leído. – Lo tenemos de la Iglesia Romana, la cual, en su fidelidad a las santas tradiciones recibidas de los Apóstoles, nos ordena transmitirlas fielmente, o sea, transmitir el depósito de la fe a todos los hombres, para la salvación de las almas"[80].

Si las autoridades oficiales de la Iglesia actual rehúsan su autorización a una consagración episcopal requerida por el estado de necesidad en el cual caen las almas, a las cuales el clero, herido por los errores del modernismo, no transmiten más el depósito de la fe, es totalmente legítimo pensar que la "Iglesia Romana", que se ha constituido y mantenido en diecinueve siglos hasta el Vaticano II excluido, "ordene" a aquellos que se han mantenido fieles al dogma "transmitir fielmente el depósito de la fe". ¿Quién ha autorizado, entonces, a Monseñor Lefebvre a consagrar a los Obispos? La Iglesia católica de siempre, con su Cabeza de siempre, que es Cristo y no el Papa, que no es sino su Vicario pro tempore. Si el Vicario, si el gerente terrenal se rehúsa a autorizar un acto requerido por la pública y general necesidad totalmente consonante con las intenciones de la Iglesia de siempre, como el representado en las consagraciones de cuatro Obispos fieles al dogma, plenamente sometidos a la institución pontificia y que desean estar en comunión con el Papa, es lícito pensar que Ecclesia supplet iurisdictionem.

Un mandato así concebido parece totalmente legítimo, no sólo desde el punto de vista teológico, sino también del canónico, justificándose con el estado de necesidad causado a las almas por la falta de enseñanza del "depósito de la fe", sustituido por los bien vistos "aggiornamientos" y "sincretismos" emanados del Vaticano II.

Después de haber declarado la Autoridad que confiere el mandato, el texto de Ecône prosigue del siguiente modo:

"Puesto que desde el Concilio Vaticano II hasta hoy, las autoridades de la Iglesia Romana están colmadas de un espíritu modernista, obrando contra la Santa Tradición – «Puesto que les llegará un tiempo en el que no soportarán la sana doctrina… sino que retirarán el oído de la verdad para volver a las fábulas» (2 Tim. IV, 3;5), como dice San Pablo a Timoteo en su segunda carta -, creemos que todas las penas y las censuras infligidas por estas autoridades no tienen ningún valor"[81].

Lo que se afirma aquí no es un rechazo al Papa ni un rechazo de comunión con los miembros de la Iglesia. Y tampoco la negación de la autoridad de la jerarquía actual, en cuanto jerarquía católica legítima. Más simplemente, se niega validez a las "penas y censuras" infligidas o declaradas por una autoridad afligida en este momento por el espíritu modernista, y por tanto, profesante de errores y ambigüedades graves, tales como para inducir a las almas al error.

En efecto, la autoridad de quien está investido con el poder de gobierno en la Iglesia no debe entenderse en sentido puramente formal, como autoridad que opere válidamente cualquiera sea la cosa que haga y diga por el sólo hecho de su investidura, formalmente legítima. No es ésta la concepción católica de la autoridad, para la cual vale en cambio el principio corruptio legis no est lex. Por lo mismo, no basta que la autoridad sea legítima, es necesario también que sus órdenes sean legítimas y no contradigan la razón de ser de la autoridad misma: el mantenimiento y la defensa del dogma de la fe.

Si la autoridad se muestra claramente colmada de un "espíritu modernista", que es espíritu de herejía, penetrado en la Iglesia, por ejemplo, a través del párrafo 8 de la Constitución Conciliar Lumen Gentium, que da una definición de la Iglesia contradictoria con lo que la misma Iglesia ha enseñado de sí por diecinueve siglos, poniendo así a la Iglesia en contradicción consigo misma; si la autoridad legítima demuestra de hecho, en varios actos y declaraciones suyas, haber perdido el sensus fidei, es legítimo preguntarse qué valor debe atribuirse a sus decisiones y si éstas deben ser reconocidas como legítimas y obedecidas como voluntad de la Iglesia Católica.

La respuesta a la no fácil cuestión nos parece, a pesar de todo, no difícil: deberán tenerse como "privadas de peso", y por lo tanto inválidas, todas aquellas providencias que sean tomadas en espíritu de modernismo, que se muestren por consiguiente, manifiestamente en contradicción con las intenciones de la Iglesia; entiéndase: las intenciones consagradas por el dogma y por la tradición casi bimilenaria. Cuando el Papa actual machaca, conforme a la Tradición, la prohibición para las mujeres de ser ordenadas sacerdotes (L"Osservatore Romano, 30.05.1994), debemos decir que esta providencia es totalmente válida porque corresponde a la doctrina y a las intenciones de la S. Iglesia de siempre: validez en el sentido sustancial y no meramente formal. En cambio, cuando el mismo Pontífice declara estar incurso en la excomunión ipso iure un Obispo fidelísimo al primado romano, cuyo deseo, a causa del avance de la edad, fue el de consagrar Obispos para mantener viva una Fraternidad Sacerdotal irreprensible en cuanto al dogma y a la disciplina eclesiástica, dedicada a la formación de sacerdotes con el fin de socorrer a las almas en estado de grave necesidad general, entonces hablamos de providencia inválida en el plano sustancial, prescindiendo de lo formal, que aquí no es examinado (constituido de conformidad a cuanto se establece en los cánones del C. D. C., que excluían de todos modos la posibilidad de una excomunión ipso ire). Inválida, y por consiguiente sin peso, porque tomada según un espíritu modernista, dado que quiere excluir de la Iglesia católica a los defensores de la Tradición, con imputaciones completamente infundadas, no sólo teológicamente, sino también en cuestión de estricto derecho, y los quiere excluir por culpables de no aceptar el concepto de Tradición "viviente" (o sea, modernamente entendido) profesado por Juan Pablo II y otros miembros de la jerarquía actual.

Negar validez a las "penas y censuras" irrogadas con "espíritu modernista" por la autoridad vaticana no significa por ello negar la legitimidad de esta autoridad en cuanto tal, y por lo tanto, con esta negación no se comete cisma alguno. Significa solamente declarar inaceptable e inválido cada acto de la autoridad que se muestre (y hoy lamentablemente ocurre) contrario a la conservación del dogma de la fe. Y entre estos actos están seguramente incluidas las "penas y censuras" infligidas a Monseñor Lefebvre a partir de la supresión del Seminario de Ecône, ilegal desde el punto de vista formal, al extremo de deber considerarse nula, causada nada menos que por la aversión en la confrontación de la Tradición y la sana doctrina. Por no hablar de la sucesiva suspensión a divinis, invalida porque no se quiere tener en cuenta el estado de necesidad en que se hallaba Monseñor Lefebvre como consecuencia de la ilegítima suspensión de Ecône.

La historia por tanto, se repetía, y en el mandato de Ecône no se podía no remarcar la verdad en forma de un principio general (inválidas las penas y censuras infligidas o declaradas por la autoridad cuando lo son según la intención de los herejes o sea los neomodernistas, paladines de un concepto falso de la Tradición), principio que implica en el caso concreto, la invalidez a priori de las "penas y censuras" ya infligidas o a infligirse o declararse según esa misma intención en confrontación con Monseñor Lefebvre o los obispos consagrados por él.

Esta intención afectada de modernismo resalta de manera explícita en el motu proprio Ecclesia Dei Adflicta del 2 de julio, donde se acusa a Monseñor Lefebvre de haber arribado a un acto que podía considerarse cismático, por no haber comprendido suficientemente "el carácter viviente de la Tradición": "quandoquidem non satis respicit indolem vivam eiusdem traditionis"[82]. Como sabemos, en el lenguaje del neomodernismo, la tradición "viva" o "viviente", es la tradición entendida como en la "Nueva Teología" o neomodernismo, no la tradición tal cual la ha constituido y entendido el Magisterio de la Iglesia en diecinueve siglos. La "tradición viviente" deriva de un concepto dinámico, en verdad evolutivo, (deducido del pensamiento moderno, no de la Iglesia), que se aplica al dogma, cuyo contenido ya no es más inmutable sino actualizado a los tiempos. Así, en la Lumen Gentium, en el ya citado párrafo 8, se ha adaptado el concepto de Iglesia a las exigencias del ecumenismo, negando lo que la misma Iglesia siempre ha sostenido sobre Ella por diecinueve siglos, y esto es, que la Iglesia católica, con el vicario de Cristo a la cabeza, es la Iglesia de Cristo y sólo Ella lo es, en tanto que las denominaciones cristianas que, a causa de cisma o herejía se han paulatinamente separado de Ella, no lo son. Un trastorno similar se quiere hacer creer que esté en armonía con la tradición, haciendo pasar por verdadera tradición católica una nueva idea de tradición, "viva", "viviente" o como se quiera decir, o bien comprensiva de adaptaciones del dogma a las falsas verdades de los herejes y los cismáticos.

El mandato de Ecône concluye con la motivación explícita, oficial, de la consagración:

En cuanto a mí, ya estoy ofrecido en libación, y el tiempo de mi disolución es inminente» (2 Tim., IV, 6). Siento a las almas suplicarme que le sea dado su Pan de Vida, que es Cristo. Por este motivo, movido a compasión por esta multitud, tengo el deber muy grave de transmitir mi gracia episcopal a estos queridísimos sacerdotes, para que puedan también ellos conferir la gracia sacerdotal a numerosos y santos clérigos, formados según las santas tradiciones de la Iglesia católica. Según este mandato de la Santa Iglesia Romana siempre fiel, nosotros escogimos a los cuatro sacerdotes aquí presentes como obispos de la Santa Iglesia Romana para que sean auxiliares de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X [siguen los nombres de los electos]"[83].

Se trata de un texto clarísimo. A causa del estado de necesidad en el que había llegado a encontrarse [la Iglesia][84], Monseñor Lefebvre debe "transmitir su gracia episcopal" sin más demora a otros sacerdote, satisfaciendo las legítimas expectativas de lo seminaristas y de los fieles, para la salvación de sus almas. A los obispos nombrados por él les ha dado por lo tanto sólo el orden con sus poderes para que puedan ser "auxiliares" de la Fraternidad.

Monseñor Lefebvre se mostró así coherente con la postura asumida y mantenida por él desde largo tiempo. En la carta dirigida a los futuros obispos, ya preparada el 28 de agosto de 1987, en la cual los invitaba a asumir esta grave responsabilidad, se decía de manera explícita que les transmitía sólo la potestad de orden: "el objeto principal de esta transmisión [de mi gracia episcopal N. D. R] es el de conferir la gracia del orden sacerdotal para la continuación del verdadero sacrificio de la Santa Misa y para conferir la gracia del sacramento del crisma a los niños y a los fieles que se lo requieran"[85]. Por consiguiente, ninguna jerarquía paralela ninguna potestad de jurisdicción territorial, una jurisdicción únicamente supplita ad actum, según requerimiento de las ánimas en estado de necesidad.

Todavía más importante, para demostrar la coherencia y buena fe de Monseñor Lefebvre, es todo lo escrito por él en la carta al Papa del 20 de febrero de 1988, durante las negociaciones para el acuerdo después no realizado:

"2. La consagración de Obispos para sucederme en mi apostolado parece indispensable [Omissis].

Este punto n. 2 es el más urgente [del borrador del acuerdo N. D. R.] dada mi edad y mi cansancio. Hace ya dos años que no he ido a hacer las ordenaciones del Seminario de los Estado Unidos. Los seminaristas aspiran ardientemente a ser ordenados, pero mi salud no me permite más atravesar los océanos.

Por ello suplico a Su Santidad resolver esta cuestión antes del 30 de junio de este año.

En las relaciones de Roma y de su sociedad [la Fraternidad S. Pío X, N. d: R.] estos obispos se encontrarían en la misma situación en la cual se encontraban los obispos misioneros en las respectivas relaciones de la Propaganda [Fide, N. D. R.] y de su sociedad [Congregación, N. D. R.]. En lugar de una jurisdicción territorial, tendrían una jurisdicción sobre las personas"[86].

De este texto resulta claramente el estado de necesidad (aún personal) en que se encontraba Monseñor Lefebvre: resulta de hechos precisos, de los impedimentos que la edad y la salud representaban de ahí en adelante para el cumplimiento de sus deberes de apostolado. Pero lo que más nos interesa es la definición que él da de la jurisdicción de los futuros obispos. Se trata de un concepto nítido, que no muestra ninguna voluntad de cisma, ni siquiera disimulada. Él se inspira en la figura, admitida en la costumbre de la Iglesia, del "obispo misionero": un prelado privado de jurisdicción territorial, con una jurisdicción sólo sobre las personas, y éstas no serían predeterminadas por la pertenencia al territorio de una diócesis; pero serían sólo aquellas que de vez en cuando se calificarían frente al obispo como necesitadas de un acto de su poder de orden.

Al proponer esta figura de Obispo al santo Padre, Monseñor Lefebvre se mostraba completamente respetuoso de las competencias y de las exigencias, desde el momento en que no pedía para sus obispos una competencia que excediera la exigencia a la cual ellos debían corresponder.

En el mandato de Ecône, Monseñor Lefebvre, ¿se mantuvo fiel a esta posición? Al ciento por ciento, habiendo conferido a los obispos consagrados por él sólo el poder de orden. Es verdad que los obispos consagrados en Ecône no pueden considerarse idénticos a los obispos "misioneros". Por dos motivos: porque estos últimos reciben su jurisdicción del Papa, y porque ella no se ejercita en estado de necesidad. Pero bajo el perfil sustancial se puede decir que los obispos "auxiliares" de la Fraternidad son perfectamente misioneros, porque han recibido (únicamente) una potestad de orden a ejercerse con una jurisdicción suplida in actu, acto por acto, sobre las personas[87]

3.9 Cisma en sentido formal, virtual, desobediencia legítima

Del análisis del mandato leído en Ecône con ocasión de las consagraciones no resulta, por consiguiente, ninguna voluntad cismática: la voluntad de instituir una jerarquía paralela no se transparenta de manera alguna ni de las palabras ni de las acciones de Monseñor Lefebvre, y se sabe que, a continuación de las ordenaciones, él no ha conferido jamás alguna "misión canónica" (y se sabe igualmente que los cuatro obispos que consagró nunca se han comportado, en estos diez años, como si fueran titulares de Diócesis).

La acusación de cisma en sentido formal contenida en los documentos del Vaticano, se basa, por fuerza, solamente en el texto del mandato de Ecône, y sobre el acto que representa. Lo que significa que el acto de la consagración, cumplido (por necesidad) contra la voluntad expresa del Papa, ese acto de desobediencia, ha sido considerado cismático en cuanto tal, en contra de los principios aceptados, según los cuales, como se ha visto, hay que distinguir siempre entre la desobediencia y el cisma. Esto resulta claramente del decreto del Cardenal Gantin, quien habla de acto por su naturaleza cismático, y del motu proprio Ecclesia Dei, ya citados. Para este último, la consagración sin mandato es en sí misma un acto de desobediencia ("in semetipso talis actus fuit inobedientia adversus R. Pontificem"); con todo, esta desobediencia, refiriéndose a una materia muy grave, que atañe a la unidad de la Iglesia en la sucesión apostólica, comporta (infert) un verdadero rechazo (vera repudiatio) del Primado Romano, y por este motivo se debe considerar un acto cismático: "Quam ob rem talis inobœdentia actum schismaticum efficit": "por este motivo (porque niega la unidad de la Iglesia: n.d.l.r.) esta desobediencia se traduce en un acto cismático".

El sentido del texto parece muy claro: esta desobediencia implica – a causa de su gravedad – una negación del primado de Pedro, pone en discusión la unidad de la Iglesia, debe ser considerada cismática. Es, en suma, la cualidad atribuida a la desobediencia lo que la hace considerar como cismática. Nos encontraremos entonces frente a un acto cismático en sentido objetivo, que se revelaría tal por la sola cualidad supuesta del acto (que en sí mismo no es cismático), aún en ausencia de declaraciones de voluntad y de actos ulteriores, necesarios para la existencia del cisma en sentido formal.

Parece casi superfluo señalar que ese concepto de cisma es totalmente desconocido por el derecho canónico como por la teología. La Santa Sede habría, por consiguiente, innovado con relación al derecho vigente, aplicando contra Monseñor Lefebvre una noción de cisma en sentido formal que no es la admitida por la doctrina ni por el Código. Y esta nueva noción de cisma es inaceptable porque no hace distinción entre desobediencia y cisma – y por lo tanto, entre desobediencia legítima e ilegítima – interpretando, como de hecho lo hace, un acto de desobediencia como un acto en sí mismo cismático.

Pero, ¿puede existir un cisma en sentido puramente objetivo?, es decir, ¿puede haber un cisma en ausencia de una voluntad declarada en ese sentido y faltando la intención de una jerarquía paralela, mediante una "missio canónica "ilegítima"? Ningún canonista y ningún teólogo admitirían la existencia de un cisma así concebido. Es cierto que el Código de Derecho Canónico, no define el acto cismático específico sino únicamente el concepto de cisma, refiriéndose en sustancia a Santo Tomás, pero esto no significa que la Santa Sede pueda literalmente inventar una nueva categoría de acto cismático que además es opuesto a lo que la doctrina ha sostenido siempre.

Naturalmente, el Papa, legislador supremo y primer doctor de la Iglesia, tiene el poder de innovar en lo que respecta al Código. Sin embargo, él debe decirlo, es decir, que debe establecer una nueva forma de delito (el cisma objetivo o la desobediencia sólo objetivamente cismática, si se puede así decir) con los procedimientos oportunos; no se puede introducir "de contrabando"[88] como si se tratara de la mera aplicación del derecho vigente. El hecho de que el Código no defina el acto cismático no significa que la autoridad suprema pueda establecer, de hoy para mañana, y sin crear nuevas normas ( y por consiguiente sin asumir las responsabilidades legislativas de ello), que un acto determinado deba considerarse cismático "por su naturaleza"; significa, al contrario, que el Código remite, para la determinación del acto cismático, a la doctrina consolidada – canónica y teológica – y a la práctica de la Iglesia en el curso de los siglos. Y la autoridad suprema no puede ignorar esa remisión sin caer en la acción arbitraria.

¿Cuál es entonces la noción "consolidada" de cisma en sentido formal? El Código de Derecho Canónico en el canon 751 tantas veces citado, define el cisma como "la sustracción a la sumisión al Soberano Pontífice o a la comunión con los miembros de la Iglesia que les están sometidos"[89].

El cisma consiste, pues, en sustraerse a la sujeción al Papa o a la comunión con los miembros de la Iglesia que le están sometidos. Esta sustracción da vida a una separación del cuerpo de la Iglesia y representa una ruptura a su unidad. Conviene señalar que, en el plano conceptual, se puede tener también un cisma sustrayéndose sólo a la comunión con los miembros de la Iglesia que están sometidos al Papa sin sustraerse al mismo tiempo a la sujeción al Papa o viceversa. El pecado de cisma es contra la caridad, porque "directe et per se opponitur unitati", dado que no de forma accidental sino por su naturaleza "intendit se ab unitate separare quam caritas facit" (trata de separarse de la unidad que la caridad produce). Los cismáticos son aquellos que, violando el mandamiento de la caridad, se separan de la Iglesia "propria sponte et intentione" (por propia voluntad e intencionadamente). Y la unidad de la Iglesia debe entenderse de dos maneras unidas entre sí: "en la conexión recíproca de los miembros de la Iglesia" y "en el hecho de que Cristo "es la cabeza del cuerpo de la Iglesia" (Col. II, 18). El Jefe "es el mismo Cristo, cuyo vicario es el Soberano Pontífice". Es por ello que "son llamados cismáticos los que rehúsan estar sometidos al Soberano Pontífice y también estar en comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos"[90] dice Santo Tomás. Él nos da, pues, el concepto de cisma tal como lo encontramos todavía hoy en el Código de Derecho Canónico.

El cisma es un tipo particular de pecado (peccatum speciale), que exige requisitos propios. No puede ser reducido a la desobediencia como tal, como querrían algunos, estando ésta última en la base de todo pecado: "en todo pecado el hombre desobedece los preceptos de la Iglesia, dado que el pecado, como dice San Ambrosio, es «desobediencia hacia los mandamientos del Cielo». Entonces todo pecado es cisma"[91]. En su refutación a tal objeción, Santo Tomás nos lleva hacia el razonamiento siguiente inobjetable: en la desobediencia que da vida al cisma debe haber "rebelio quædeam", debe manifestarse una rebelión, la cual debe resultar del hecho de "despreciar obstinadamente las enseñanzas de la Iglesia y rehusar someterse a su juicio. En todo pecado no hay esta actitud. Por lo tanto no todo pecado es cisma"[92]. Por consiguiente, el cisma es pecado "especial" o particular o específico – como se quiera – que no puede ser asimilado a otro pecado, de acuerdo con el principio que afirma que en todo pecado hay una desobediencia. Para Santo Tomás, el cisma debe ser caracterizado por la "rebelión". Expresándose en una "rebelión", se trata de desobediencia ilegítima (si la desobediencia es legítima, entonces ya no hay rebelión). El pensamiento teológico medieval (y más allá) es concorde con este punto: "Los teólogos de la Edad Media, por lo menos los de los siglos XIV; XV y XVI, adhieren a poner de relieve que el cisma es una separación ilegítima de la unidad de la Iglesia; de hecho, afirman que podría haber una separación legítima, como en el caso de aquél que rehuse obedecer al Papa si éste le ordena una cosa mala o injusta (Turrecremata)"[93]. En este caso, como en la excomunión injusta "habría una separación de la unidad puramente exterior y putativa"[94].

La doctrina ha elaborado, pues, el concepto de cisma como rechazo ilegítimo de sumisión y de comunión. Ese rechazo se caracteriza por un acto (o actos) en el cual (o los cuales) se manifiesta categóricamente una desobediencia ilegítima (rebelión) hacia la autoridad, se manifiesta claramente la intención del sujeto agente de negar concientemente la sumisión y la comunión sobre las cuales se funda la unidad de la Iglesia. En otro caso, el cisma es virtual, es decir, está presente en la intención pero no todavía realizado en la acción, no concretado en una separación efectiva. Y puede ya constituir un pecado, aun si no recae en el cuadro de las normas del Código de Derecho Canónico.

Con la noción de cisma virtual no sólo se entiende la actitud o la intención del cismático en potencia, sino también un comportamiento que revela objetivamente una noparticipación en la comunión con los miembros de la Iglesia aún en ausencia de cisma efectivo en sentido formal. Este comportamiento, que muestra una separación de hecho, revelaría una situación de cisma virtual. Según el P. Murray, en la citada entrevista a The Latin Mass, esa sería la situación de los sacerdotes de la Fraternidad y de los católicos que frecuentan la Misa tridentina en las iglesias y capillas de la Fraternidad. Ellos no pueden definirse como cismáticos en sentido formal (el P. Murray niega – lo hemos dicho – que Monseñor Lefebvre pueda ser considerado cismático en sentido formal), pero sin embargo, deberían ser considerados como separados de la Iglesia oficial y por consiguiente, cismáticos en sentido virtual, canónicamente no condenables pero teológicamente reprensibles[95]

Como veremos, esta apreciación es para nosotros totalmente errónea. Es necesario recordar, por el contrario, que el concepto de cisma virtual se emplea también en otro sentido, en conexión con la herejía. Ésta es pecado contra la fe, mientras que el cisma es pecado contra la caridad, y no obstante se implican uno al otro[96]Así, se podrá profesar un error doctrinal grave que en sí mismo implica una separación virtual de la Iglesia. Esa es, en sustancia, la acusación dirigida por Monseñor Lefebvre a la jerarquía que lo excomulgaba como cismático: afectada por herejías neomodernistas, la jerarquía actual debe considerarse como virtualmente excomulgada porque los modernistas han sido formalmente excomulgados por San Pío X[97]Aplicando este concepto, debemos decir que, en tanto afectada por un grave error en lo que respecta a la exacta noción de Iglesia (nos referimos de nuevo al párrafo 8 de Lumen Gentium), error que rompe de por sí la unidad con la doctrina enseñada durante casi veinte siglos por la Iglesia sobre la Iglesia, la jerarquía actual se ubica fuera de la Iglesia de siempre, se ponen en una posición de cisma virtual.

Dejemos de lado ahora el cisma en sentido virtual y volvamos al punto decisivo para el concepto de cisma en sentido formal: la noción de acto cismático. Resumiendo a Santo Tomás, Congar lo esboza como sigue: "El acto cismático es entonces ese mal acto que tiene directa, precisa y esencialmente como objeto específico una cosa contraria a la comunión eclesiástica, es decir, a la unidad que, entre los fieles, es el afecto particular de la caridad. Un acto, en efecto, se caracteriza por el objeto hacia el cual tiende en sí, por el hecho mismo de lo que él [el acto, n.d.r.] es. Un acto mostrará entonces la cualidad de acto cismático cuando, por su misma naturaleza, tienda a la separación para con la unidad espiritual fruto de la caridad"[98].

El acto cismático es, por consiguiente, y no puede no serlo, el que tiene como propósito "directa, propia y esencialmente" (no se habla, pues, de una aproximación indirecta) la ruptura de la unidad eclesiástica. Y para que se pueda decir que un acto tiene ese propósito, es necesario un signo seguro, dado no por la desobediencia como tal, sino por la "voluntad de constituir por su cuenta una Iglesia particular" según la límpida fórmula de Santo Tomás: "dicuntur enim schismatici qui concordiam non servant in Ecclesiæ observantiis, volentes per se Ecclesiam constituere singularem"[99]. No basta "no conservar la concordia", la sola desobediencia tampoco es suficiente, es necesaria la voluntad manifiesta de constituirse como Iglesia separada. El acto cismático por excelencia no será entonces aquel que se limita a la simple desobediencia (como una consagración sin mandato); será, por el contrario, aquél que instituya la jerarquía de una Iglesia paralela con la missio canonica. Este acto apunta seguramente a la "separación de la unidad espiritual fruto de la caridad". He aquí un signo certísimo. Con este acto se tiene el cisma en sentido formal porque con él uno se sustrae formalmente a la sumisión al Papa negando su autoridad como soberano Pontífice, es decir, como jefe de la Iglesia universal: "ut summus pontifex"[100]. Como lo hizo el desdichado Enrique VIII de Inglaterra, quien se puso libremente como jefe de una iglesia nacional pretendida "católica", con su propia jerarquía nombrada por él, después de haber rebajado (¡!) la autoridad del Papa a la de simple obispo de Roma (sesión del Parlamento inglés del 3 de noviembre de 1534).

Sin el acto cismático, sin la "missio canonica", no puede haber cisma en sentido formal. ¿Y cuándo puede haber cisma en sentido virtual? Seguramente no cuando se tiene una separación exterior impuesta por la necesidad: es necesario que haya una efectiva voluntad de cisma todavía no realizada. Y este no ha sido ciertamente el caso de Monseñor Lefebvre, de sus sacerdotes y de los fieles que frecuentan la "Santa Misa de siempre" en los lugares de culto de la Fraternidad. Contra la opinión del P. Murray, sostenemos que es totalmente inexacto hablar respecto de ellos, de cisma en sentido virtual. Faltan de su parte los signos de cualquier voluntad de cisma: la separación no expresa una voluntad de ese tipo sino que es impuesta por el estado de necesidad. No es deseada, pero es sufrida. Es el precio a pagar para poder celebrar una Misa no ambigua (como por el contrario lo es la misa de Pablo VI), seguramente católica, que conserva el rito romano que se remonta a los primeros siglos del Cristianismo, y para poder administrar los sacramentos, como por ejemplo la confirmación, con un rito ciertamente católico. Es el precio que se debe pagar para asistir a esta Misa y poder recibir esos sacramentos. Es el precio a pagar por ser fieles a la Iglesia de siempre.

Es una separación de hecho de la Iglesia oficial, provocada por esta última, porque ella impide a los que lo desean el poder celebrar y frecuentar la santa Misa Tridentina sin deber previamente reconocer, contra su conciencia, la "rectitud doctrinal" del rito protestantizado de Pablo VI y porque el ambiente de la sociedad eclesiástica oficial y de los mismos fieles está gravemente corrompido por el modernismo en todas sus diversas formas – teológicas, morales, políticas – al punto de poner en grave peligro la fe del católico que fuera obligado a frecuentarlo (ver §1 del presente trabajo; o "Courrier de Rome", julio/agosto de 1999). Un católico que considere la salvación de su alma como la cosa más importante para él, y que no puede en consecuencia, tener nada que hacer con los sacerdotes de la jerarquía actual, ni con los laicos que gravitan a su alrededor, siendo su fe corrompida o, en el mejor de los casos, incierta, a ese católico, coaccionado por un estado de necesidad monstruoso que le hace vivir en un régimen tal de separación, ¿deberemos definirlo como un cismático virtual?

Si él es cismático virtual, entonces también eran cismáticos virtuales aquellos que se mantuvieron separados de los arrianos cuando éstos estaban en posición dominante en la Iglesia oficial de la época. Se deberá también considerar a San Atanasio como un cismático virtual. Y que esta separación existió, aún en ausencia de un nuevo rito de la Misa, lo prueba la famosa frase que está allí para revelárnosla, y que es también un grito de batalla: "Ellos (los arrianos) tienen las iglesias, nosotros tenemos la fe".

Ningún cisma virtual, pues, para los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X y para sus fieles que escuchan sus enseñanzas en sus sermones, los ejercicios espirituales, los catecismos, y que se benefician con su ministerio. Su posición es simplemente la de quien, a causa del estado de necesidad, está constreñido a una momentánea desobediencia legítima.

Es, de hecho, una desobediencia legítima desobedecer la orden implícita y explícita de considerar doctrinalmente correcto el Concilio Vaticano II, comportándose en consecuencia; y también desobedecer la orden de frecuentar la misa de Pablo VI, protestantizante, y por consiguiente, no desagradable a los herejes ni aún a los no cristianos. La desobediencia legítima siempre ha sido admitida por los teólogos cuando la autoridad católica legítima ordena hacer cosas contrarias a la fe, o que, de toda forma, ponen en peligro la salvación del alma. Hemos recordado el muy alto punto de vista de Turrecremata. Y que la "separación motivada en las orientaciones de la jerarquía pro tempore", que están en contradicción con el magisterio de siempre no equivale de ninguna manera "a la separación con la Iglesia" (sino sólo a la separación del error desgraciadamente profesado por la jerarquía pro tempore), ha sido ampliamente repetido e ilustrado en nuestro ya citado artículo "Ni cismáticos ni excomulgados" al cual remitimos[101]

Esta desobediencia es seguidamente concebida por los que están obligados a practicarla, como una desobediencia temporaria, porque es impuesta por el estado de necesidad, que durará tanto como dure la crisis de la Iglesia. Y un día (es de fe: "portæ inferi non prevalebunt") la crisis terminará, la jerarquía volverá a la sana doctrina, y el estado de necesidad desaparecerá con su deber de desobedecer las órdenes ilegítimas de la autoridad formalmente legítima.

3.10. El cisma imaginario

El cisma declarado contra Monseñor Lefebvre no entra pues en ninguna categoría conocida y reconocida de cisma. Este no es cisma en sentido formal; no puede existir en el sentido virtual. El juicio de condenación de la Santa Sede está construido sobre una seudocategoría tanto en el plano teológico como en el jurídico. Nos encontramos frente a un auténtico monstruo.

Pero no tiene buen arbitrio quien no busca darse una apariencia de buen derecho por medio de algún razonamiento que parezca tener un fundamento. En nuestro caso ¿cuál puede haber sido el razonamiento? Pueden haber sido dos:

1) Primer razonamiento. Puesto que en la base del nuevo concepto de colegialidad aprobado por el Concilio Vaticano II se debe considerar que los obispos, en el acto de su consagración reciben también, simultáneamente, el poder de jurisdicción (cn. 375 §2 del Código de Derecho Canónico vigente), se sigue que una consagración sin mandato sería ipso facto cismática. De hecho, en las consagraciones sin mandato, el sujeto agente les conferiría ipso facto, sin mandato también, el poder de jurisdicción[102]Pero si se da también el poder de jurisdicción, entonces hay cisma. La ausencia de atribuciones del poder de jurisdicción por parte de Monseñor Lefebvre no habría logrado entonces evitar objetivamente el cisma, a causa de lo prescripto en el canon 375 §2 citado.

Este argumento es totalmente inaceptable. ¿Cuál es, de hecho, la lógica del canon 375 §2? Contiene dos proposiciones, una principal y una relativa, que depende de la principal. La principal declara: "Los obispos reciben en la misma consagración, con el oficio de santificar, igualmente los oficios de enseñar y gobernar"[103].

La disputa plurisecular de saber si en el acto de su consagración el obispo recibe también ipso facto el poder de jurisdicción, parece haber sido resuelto por el presente Código de Derecho Canónico en sentido favorable a las tesis que sostienen el ipso facto. En esto, el Código ha aplicado expresamente las directivas del Concilio Vaticano II, tales como resultan de Lumen Gentium §21 y del Decreto Christus Dominus §23[104]El texto del §21 de la Lumen Gentium es repetido textualmente por el Código. No obstante, el canon prosigue con la siguiente proposición relativa que está también en los textos del Concilio: "los cuales (oficios, n.d.r.) sin embargo, por su naturaleza, no pueden ser ejercidos sino en comunión jerárquica con el jefe y con los miembros del Colegio"[105]. El texto distingue entonces, entre los poderes recibidos con la consagración, y su ejercicio. Aquí hay una diferenciación tradicional, la que existe entre la "titularidad" de un derecho (= poder) y su ejercicio[106]¿Y cómo debe realizarse este ejercicio? ¿Sería dejado a la libre determinación del obispo consagrado, de modo que no haya necesidad de algún acto que lo autorice? No. El ejercicio de los "munera" episcopales debe llegar "en comunión jerárquica con el jefe y con los miembros del Colegio", es decir, en comunión con el Papa y los miembros del Colegio de Obispos. Esto significa prácticamente, como se recuerda en la nota previa a la Lumen Gentium, que esos poderes pueden ejercerse solamente "iuxta normas a suprema auctoritate adprobatas". Lo que significa que la comunión es "jerárquica", y requiere para su realización el respeto de las competencias garantizadas por la missio canonica, reclamada expresamente en el §24 de la Lumen Gentium.[107].

No discutiremos aquí el mérito de la concepción semiconciliarista (y por tanto errónea) de la colegialidad que el Concilio Vaticano II ha intentado introducir[108]Lo que nos interesa ahora, es poner de relieve el siguiente punto: el poder de jurisdicción del obispo también tiene siempre necesidad de la missio canonica para ser ejercido – missio que no ha sido para nada abolida por el nuevo Código – lo que significa que la missio es siempre indispensable para la institución de una jerarquía. Y dado que el cisma en sentido formal consiste, como lo hemos visto, en separarse para instituir la jerarquía de una Iglesia paralela, para que haya cisma es necesaria siempre una "missio canonica" ilegítima. Con el régimen establecido por el Concilio Vaticano II la calificación de "missio canonica" está cambiada: de acto que confiere un poder (de jurisdicción) se ha convertido en acto que confiere el ejercicio de un poder, el cual estaría ya intrínsecamente presente en el obispo "ex consagratione" (por el hecho de la consagración). Pero en lo que corresponde al concepto de cisma nada cambia por que la "missio" sigue siendo siempre el acto cismático por excelencia, confiriendo ella sola el ejercicio de ese poder de jurisdicción gracias a la cual toma forma una jerarquía paralela. Entonces, en ausencia de este acto, como en el caso de las consagraciones efectuadas por Monseñor Lefebvre, aún desde el punto de vista del ordenamiento en vigencia no hay cisma.

Y llegamos al segundo razonamiento posible. 2) Las condenas declaradas contra Monseñor ponen de relieve cómo, más allá de haber obrado sin mandato, él habría procedido contra la voluntad expresa del Papa, quien el 29 de junio de 1988 le había pedido "paternal y firmemente" aplazar las consagraciones. Una ordenación sin mandato no es necesariamente contra la voluntad del Papa. Si hay un estado de necesidad a causa del cual no es posible obtener el mandato, se puede proceder a la consagración confiando en el hecho de que el Papa aprobará post factum. Esto es lo que ha pasado con los obispos ordenados en la clandestinidad bajo los regímenes comunistas.

En el caso de las consagraciones de Ecône se produjo el hecho, más que raro, de una invitación (en realidad una advertencia) del Papa para no hacerlas, advertencia comunicada la víspera de la fecha ya fijada para la ceremonia. Es por ello que, respecto de Monseñor, pesa la doble acusación de haber actuado no sólo sin autorización, sino también contra la voluntad formal del Papa. Esta manera de actuar también contra la voluntad formal del Papa, ¿influye en la determinación de la naturaleza delictuosa del hecho reprochado a Monseñor? Parece que no precisamente. En lo que corresponde a la desobediencia tampoco parece que para el Código de Derecho Canónico esto constituya una circunstancia agravante. Y de hecho, con relación a la "desobediencia" de Monseñor, nada ha sido invocado además del canon 1382 (muchas veces citado, y que pena la consagración sin mandato). Uno se pregunta pues, si el hecho de haber obrado contra la voluntad del Papa puede haber hecho que la acción en sí misma haga un tal cambio brusco de cualidad, que le confiera la naturaleza de acto cismático. Este podría haber sido el "razonamiento". Se habría creado así una nueva forma de cisma (¡mediando la declaración de una censura ipso iure!) que se revelaría así formada, o, mejor dicho, armada[109]1. por la consagración sin mandato + 2. contra la voluntad expresa del Papa. Y es precisamente semejante monstruosidad jurídica y teológica la que ha sido insinuada en el espíritu de los fieles sencillos: "¡él ha desobedecido la voluntad expresa del Papa; luego es cismático!".

El hecho de que, además de la ausencia de mandato, haya habido también una voluntad negativa expresada por la autoridad competente, no cambia la cualidad del acto delictivo, que sigue siendo siempre un acto de desobediencia, por su naturaleza, no cismático. No es por nada que el Código – esto no debe ser olvidado jamás – lo contiene en un canon muy diferente del que establece la pena por el cisma, y que la unión entre las dos formas no es posible sobre la base de otros cánones, según el principio de la interpretación sistemática[110]Lo que hace convertirse en cismática a la consagración no es, como debería en adelante ser claro, la ausencia de un mandato sino su conjunción con una "missio canonica" ilegítima. Y no lo es una declaración de la autoridad competente, quien, al lado de la ausencia del mandato, manifiesta también que la voluntad de aquél que debía acordarla es contraria. La presencia de esta declaración de voluntad puede constituir como máximo, una circunstancia agravante para el sujeto desobediente, pero sólo en el fuero interno, desde el punto de vista moral, desde el momento en que el Código de Derecho Canónico no la considera entre las circunstancias agravantes posibles (en todo caso, ello podría considerarse una circunstancia agravante si se tratase de infligir penitencias).

Luego, en el caso de Monseñor Lefebvre, no creemos que se pueda admitir la existencia de una circunstancia agravante de éste género, desde el momento que se obraba en estado de necesidad. El estado de necesidad hace justicia a toda circunstancia agravante de este tipo, porque la falta de voluntad de la autoridad legítima (lo que el profesor Amerio llama desistencia sistemática) para cumplir determinados actos necesarios para la conservación de la sana doctrina y la salvación de las almas, es en un determinado sentido, precisamente, la causa mayor de la necesidad en la cual el prelado fiel al dogma llega a encontrarse (fiel al dogma y con responsabilidades puntuales respecto de las almas de los seminaristas, los sacerdotes y los fieles). Que esa falta de voluntad en la autoridad sea implícita o manifiesta, o bien que se exprese bajo forma de prohibiciones, es irrelevante en lo que respecta a la acusación imputada a Monseñor. Se trata siempre de simple desobediencia, realizada, sin embargo, por causa de fuerza mayor y, por consiguiente, no imputable.

En todo caso, el hecho de que sea manifestada bajo la forma de prohibición de un acto en sí legítimo y necesario para la salvación de las almas, no puede haber dado lugar en manera alguna a una nueva figura de cisma en sentido formal.

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